5.04.2011

La estación de trolebuses es acogedora, tiene unas banquitas muy personalizadas y una oficina con la forma de un trolebus que le da un toque super pintoresco a la Avenida Argentina. Los troles se acumulan en fila para poder partir con sus pasajeros a los distintos puntos de Valparaíso, y bueno... yo estaba ahí, feliz y triste a la vez, teniendo que aguantar un día nublado con viento molesto. Me encontraba de pie, esperando a alguien, quien tarde venía desde hace ya mucho rato. Decidí adelantarme caminando por donde estaba segura que él vendría, crucé la calle y caminé por la cuadra donde se encuentra el edificio de la casa central de la Universidad Católica. Los universitarios, en su mayoría jóvenes espectantes del futuro, no es raro que abunden en lugares como ese, con estómagos rugientes y pulmones suicidas, asechan ansiosos la obtención de su necesidad. Es por eso que en un lugar tan estratégico como este, es que el comercio pone sus ojos e instala una de las instituciones sagradas del vicio, el hambre, el azar y la prensa. Un kiosko. El solo hecho de haber caminado por el costado de un kiosko, logró que la idea idea de llamarlo para preguntarle dónde estaba pasara por mi mente. Los kioskos me gustan mucho, me encanta ver las tipografías de los productos que se acomodan en las pequeñas vitrinas; cigarros, galletas, revistas, etc.

- ¿El teléfono acepta todo tipo de monedas? - Le pregunté a la señora que estaba a cargo del kiosko.
- No mi niña, solo de $100 - Me dijo.
- ¿Me puede cambiar estas de $10?
- Claro.

Metí mi mano en el bolsillo, y saqué todas las monedas de $10 que tenía.

- 1, 2, 3, 4... - Contaba en voz alta, mientras posaba en su mano las monedas - 5, 6, 7, 8.....

8,8,8,8.... ¡No tenía más monedas!, ni de $100, ni de $500, nada. Miré a mi alrededor para buscar una especie de iluminación divina que me diera la respuesta de los 20 pesos que necesitaba, y por una de esas casualidades absurdas y clichés de las cuales las telenovelas, los best sellers y las películas holliwoodenses abusan, es que pude obtenerlas.

- ¿9, 10? - Me dijo un joven desconocido, quien había sido el espectador de mi pequeña tragedia, mostrándome dos brillantes modenas de 10 pesos.
- Gracias - Le dije sonriendo.

Hice el intercambio de monedas con la señora del kiosko y pude hacer la llamada más parafernálica, por así decirlo, de mi vida.

Vi al chico alejarse con un paquete de galletas que había comprado en el mismo kiosko, nos despedimos, le agradecí nuevamente y lo vi desvanecerse detrás de la esquina de una de las cuadras que forman las curvas del impredecible Valparaíso.

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